Marta la zorra


Capítulo 1. Tina



A los padres de Tina, barceloneses los dos, los mató una bomba alemana cuando iban camino de la Plaza de Cataluña para comprar harina y huevos en la Confitería Giner, en agosto de 1937. Tenían un enorme piso en la calle Portaferrissa, al lado de las Ramblas. Ella solía jugar cerca de donde cayó la bomba.

Tina y su hermano Paco quedaron bajo la tutela del tío Francesc, hermano de su padre, que se desplazó desde el pueblo con su mujer y su perro
Tres. Regentaban una mercería en Viladecans y trasladaron el negocio a Santa María del Pi, cerca de casa. Con el tiempo y el fin de la guerra, las heridas cicatrizaron en ilusiones y todos volvimos a respirar cierta paz.

En 1955, recién cumplidos los 18 años, Paco se presentó voluntario para la Academia Militar de Zaragoza. Ya no volvería más a casa sino de visita.

Tina se tuvo que hacer cargo de sus tíos
, ya ancianos, a los que quería como sus segundos padres. En marzo de 1959 murió la tía Águeda, y cuatro meses después la siguió el tío Francesc. Quedó sola en el enorme piso de Portaferrissa.

Calle Cotoners, donde estaba la mercería del tío Francesc

A partir de entonces los veranos se tornaron siempre tristes. Cada 15 de agosto, cuando en la Plaza del Cabildo se celebraba el correfoc, asistía para ver el espectáculo en silencio, arrebujada entre el calor del público y el humo de las bengalas de los demonys. Recordaba a sus padres, y se sentía sola.

Correfoc en las calles del Barrio Gótico

Con los ahorros que quedaron tras los dos entierros y lo que cobró por el traspaso de la mercería, Tina montó una pensión apañadita, levantó tabiques para hacer habitaciones amplias con un pequeño aseo y vistas al patio interior, y puso un bonito letrero blanco y rojo en la puerta del caserón con las letras "HOSTAL TINA", bien a la vista de todos los que pasaban camino de la catedral.

Tina

(Foto © Iñaki Arsíe)

Tina siempre recibía a sus huéspedes con una sonrisa cálida y maternal. Cada vez que alguien cruzaba el vestíbulo, Tina asomaba su cabeza al fondo del saloncito tachado de "Reservado" sobre el dintel, y así deseaba los buenos días cada mañana y los buenos sueños cada noche: en bata y sonriendo. A todos resultaba extraño que se asomara sin falta, a cualquier hora.

Parecía estar siempre sola, y siempre de guardia.


Capítulo 2. Tomás


Tina salía a pasear todas las tardes con su perra Keta, una gos d'atura tranquila y vieja. Le gustaba sentarse una rato en la plaza de Ramón Berenguer, al lado de las murallas. Aquel lugar no era visitado por los turistas, y a ella las viejas murallas de la ciudad condal le parecían muy sugerentes. Allí se encontraba las más de las veces con su amigo Tomás, un vasco de Pasajes grande como una montaña.

Tomás se había dedicado toda su vida a la pesca de altura, pero al llegar a cierta edad prefirió aguas más tranquilas, se compró un velero y se instaló en el Port Nou de Barcelona. Desde allí recorría la Costa Brava en travesías charter hasta Palamós, Portbou o el cabo Creus.

Ambos eran de costumbres fijas y pocas palabras, así que los paseos tenían un cierto aire monacal. A veces, Tina comentaba alguna anécdota vista en la televisión, a lo que Tomás respondía siempre "máquina infernal", con aquel vozarrón que parecía forjado por las mareas del Cantábrico. Raramente Tina le hacía alguna carantoña a la Keta, que le respondía con una carrerita alegre y corta. Tomás, sin mirar al animal siquiera, mascullaba entre los dientes: "perra mala", y así pasaban el rato.


Alegoría de la voz de Tomás

(Foto © Pili Pichardo)


Cuando empezaba a oscurecer, Tina repetía su tímida despedida acostumbrada, y ambos se retiraban a sus quehaceres con la secreta ilusión de que el próximo encuentro sería especial.


Murallas de Barcelona


Capítulo 3. Manolo el de la cantina


Manolo el de la cantina es un tipo raro. La tiza en la oreja le queda como a un santo dos pistolas. Manolo se gana la vida sirviendo botellines de cerveza y carajillos de coñá barato en la cantina de la Academia General Militar de Zaragoza. Anda siempre triste y como ausente mientras está sereno, pero sus pequeños ojos revelan una intensa vida interior. Aficionado a la música y a la poesía, le cuesta trabajo relacionarse con los demás porque -eso dicen- da miedo, y él lo nota.

Manolo ama en silencio a Gema, la hija del panadero. Alguna que otra vez Gema acompaña a su padre en el reparto del pan, y al pobre se le entrapa el alma cuando la ve llegar cargada con las enormes bolsas de barritas.

Un día al mes Gema toma café en la cantina, mientras su padre arregla las cuentas con el de Intendencia. Manolo hace nudos con las servilletas y suda para poder sacar alguna palabra de su boca.

- Qué bien tienes puesto el nombre. Eres preciosa y fría como una gema.
- Los ojos con que me miras, le responde la niña con una sonrisa picarona.
- Te tengo totalmente mimaíta.
- Me lo merezco.

Manolo baja las mejillas sonrosadas ante la frescura de Gema, mientras sus manos siguen liando nudos por detrás de la barra.

Gema

(Foto © Iñaki Arsíe)

A Manolo le pasó algo hace tiempo, dicen los de la Academia que con Marta la zorra. Nadie lo sabe con seguridad. Por aquel entonces Gema estaba dispuesta a saltar el mostrador de la cantina y abrazarse para siempre a aquel tabernero que tanto interés le despertaba, pero el pobre Manolo tenía la cabeza entre las piernas de Marta. La rechazó por temor a hacerle daño a la persona más querida, y se entregó con empeño a la bebida. Malas lenguas comentan que durante semanas sólo comió servilletas de papel llenas de nudos.


Capítulo 4. Marta la zorra


DON FRIOLERA.- ¿Qué haría usted si le engañase su mujer, Cabo Alegría?
EL CARABINERO.- Mi teniente, matarla como manda Dios.
DON FROLERA.- ¡Y después!...
EL CARABINERO.- ¡Después, pedir el traslado!


(Valle- Inclán: Los cuernos de don Friolera).

Marta era una morenaza guapa como pocas, y a sus cuarenta y tantos todavía lo sigue siendo. Sus padres marcharon de Almendralejo a Zaragoza en tiempos de Alcalá Zamora, recién estrenada la República, y compraron un pisito humilde muy cerca de la Academia Militar. El papá de Marta encontró oficio de camionero en el Matadero municipal, y se pasaba el día arrimando vacas y cochinos para los militares. Gracias a este trabajo, en su casa no pasaron necesidad ni en los tiempos del hambre.

Matadero municipal de Zaragoza

Marta nació mañica, la menor de cuatro hermanos, y desde pequeña vio desfilar lo mejor de nuestros ejércitos desde la ventana de su casa. Echó las tetas antes que los dientes, como se suele decir, y a los catorce años era ya una pollita digna de ver. Con veinte años tenía fama ganada de bajarse las bragas con sólo guiñarle un ojo. Ya era conocida por todos en la Academia como Marta la zorra.

Recién cumplidos los ventidós, Marta decidió que había llegado la hora de casarse, y como tenía mucho donde elegir, escogió lo mejor de la Academia: un catalán guapetón, alto y fornido, al que todos llamaban Paco Cabecita Hostia. Paco era huérfano de la guerra. A los diechiocho años decidió iniciar carrera militar y marchó a Zaragoza dejando en su Barcelona natal a su única hermana, Tina, y a sus tíos, que se habían hecho cargo de los chicos tras la muerte de sus padres. Cuatro años después, de suboficial de Academia, cayó en las redes de Marta.

Paco sabía de la fama de Marta, pero no pudo resistirse a los encantos de la muchacha. Ni él ni nadie. Orgulloso, violento, siempre dispuesto para la pelea, Paco paseaba su bigotillo engominado y su novia por la Plaza del Pilar mirando por encima del hombro a pistolos y paisanos.

Marta y Paco

Las bodas fueron sonadas: de Barcelona vinieron la hermana y los tíos de Paco, ya ancianos. Los compañeros del Cabecita se portaron bien con la pareja. Ofició el capellán de la Academia, y todos presumieron de metal en el pecho y buenos regalos.

Pasaron algunos años y Paco, ya de teniente, lucía su pequeña cabeza bien adornada. El primero en pegársela fue Ernesto el granuja, compañero de promoción, colocado en Capitanía General. Todo era que a Paco le cayeran unas maniobras, para que Marta hiciese el petate rumbo al centro de la ciudad, al pisito de Ernes.

Foto de Marta encontrada en el pisito de Ernesto el granuja

Pero hasta de jamón se harta la gente, y Marta decidió buscar otro amante. Se fijó entonces en Manolo el de la cantina, y a por él fue. Manolo era distinto: culto, educado, nada que ver con los rudos militares. A Marta le gustó el cambio.

A los treinta y tres años Paco ascendió a capitán, y de tanto celebrarlo, Marta quedó embarazada. Temerosa de perder a su amante cantinero, que la tenía bien satisfecha, ideó encasquetarle el hijo legítimo de su matrimonio al bueno de Manolo. Con lágrimas de Judas le iba a la cantina con el cuento de que el niño que esperaba era suyo. Y Manolo tragó.


Capítulo 5. Der untergang

Durante dos meses, Marta la zorra consiguió mantener engañado a Manolo con el tema de su paternidad. Le explicaba, entre refregones y sollozos, que pensaba dejar a su marido, que ya se lo había dicho y que la separación iba palante, aunque todo era una cruel mentira. El pobre cantinero caía enfermo con frecuencia de tanto comer servilletas de papel.




Mientras, el Cabecita Hostia parecía cada vez más mosqueado, y por partida doble. Por un lado, Marta frecuentaba demasiado la cantina. Aquello resultaba extraño en una mujer que sólo gastaba dinero en peluquería y cremas, y que no solía frecuentar bares para no mezclarse con la chusma. Por otro lado, la felicidad que sentía y el avance de su gestación hacían que Marta estuviera cada vez más gordita, y a él sólo le iban las mujeres muy delgadas. Por esto Paco empezó a frecuentar lugares de alterne con sus compañeros militares, y estuvo más que enganchado a alguna puta. El mundo de provincias es pequeño, y Marta se enteró de todo aquello escuchando conversaciones en la cantina de la Academia, mientras Manolo la miraba con ojos arrebolados.

No hay nada más peligroso que una mujer despechada, es algo sabido. Así que cuando Marta se enteró de que su marido la corneaba, y además gastaba dinero en esos sitios, le espetó en los morros sus amoríos con el cantinero. En su mente se formó la idea de fugarse con Manolo, pero este pensamiento tan romántico le duró justo el tiempo que tardó Paco en ir al dormitorio, coger una pistola de lo alto del armario y ponérsela sobre las sienes.

Marta necesitó hospital. A punto estuvo de malograr su embarazo, del susto que sufrió.

El asunto de la Marta fue comidilla en toda la Academia. Manolo renunció al contrato de explotación de la cantina, una tradición que inició su abuelo, y que terminaba -cómo no- por un asunto de faldas.

Puerta de la Academia, por la que salió Manolo cagando leches.

Nunca más se vio a Manolo por Zaragoza. Dicen que se refugió en un caserón abandonado, allá por el Pirineo, cerca del río Gállego, criando cabras y vacas gochonas, rodeado de libros viejos y servilletas de papel de esas que hay en los bares.


Cuando algún excursionista intrépido o familia dominguera se acercaba al lugar, Manolo les salía al paso medio desnudo y arrojaba piedras, gritaba y sollozaba, totalmente embrutecido. Aquel lugar pasó a ser conocido como la peña del ingenuo por los lugareños.

La peña del ingenuo, en algún sitio de las alturas de Huesca.




Capítulo 6. Tarde de visitas en la peña del ingenuo


La mujer que me visita es conocida. Sus ojos, sus labios, son amigos de los míos.

- No tengo tiempo, me dice mientras recorre intranquila el salón. Marta se inclina sobre el sofá, desabrocha su camisa estampada. No hay alegría en sus pechos dormidos. Un aire de abandono recorre su fría piel. Sus ojos ya no brillan como antes.

- No tengo tiempo, me dice. Mi marido regresa dentro de cuatro meses.







Capítulo 7. Otra despedida más


"El macho harto de carne tiende a alzar un poco más de lo discreto la cabeza y la voz".

Ramón J. Sender: La aventura equinoccial de Lope de Aguirre.


Marta nunca pensó quedarse cuatro meses en aquel caserón destartalado y frío con Manolo. Entre otras cosas, había dejado a su hijito de tan solo seis meses con la abuela, en Zaragoza. Así que, pasada una semana de retozar en la cama y en el bosquecillo que rodeaba la casa, Marta empezó a presentar excusas y a darle largas a Manolo.

Llegado el momento de la despedida, todo fue como siempre: tiernos besos, palabras susurradas y ojos arrebolados. Pero cuando Marta dijo "me voy" y colocó la maletita de piel sobre la cama, Manolo pareció enfurecer: se puso tenso, desagradable, violento. Alguna ilusión se habría hecho el pobre ingenuo después de aquella semana de amor.

En su mente revivió toda la frustración que había sentido desde que Marta lo engañó con lo del niño, y que él ya había conseguido arrumbar en algún rincón de su alma. Aquel intenso dolor, íntimo y profundo, se le agolpó en la garganta hasta casi impedirle pronunciar:
-Es la segunda vez que me engañas.
- ¡Anda ya!, -
replicaba ella con soltura, intentando quitarle hierro al asunto.
- Eres fría como el mármol. Das miedo, -
le reprochaba Manolo entre lágrimas.

Cansada ya de tanta pena y tanta monserga, Marta sentía cómo se iba calentando su sangre, pero decidió no hacer nada y siguió recogiendo sus cepillos y cremas. Manolo la agarró por el brazo y exclamó:
- Llevan razón todos: eres una zorra.
- Y tú un desgraciado. ¡Suéltame, Manolo!

Pero Manolo, enloquecido, apretaba cada vez más.
- ¡Déjame! ¡Me voy! ¡Suéltame, por favor!
- ¡Sí!, te vas a ir de aquí, ¡pero calentita!

Mientras la mantenía sujeta por un brazo, Manolo la golpeó hasta tres veces en la cabeza y la frente. Marta gritó y se dejó caer sobre la cama. De su frente brotó sangre, de sus ojos dolor e indignación.

Manolo permaneció mirándola un instante, quieto, con los puños apretados. De repente le escupió: "¡zorra!", cogió su bastón y se marchó.


Capítulo 8. El hostal de Tina

Marta se reponía de la agresión sufrida allá en la Peña del Ingenuo en su casa de Zaragoza, junto a su madre y su hijito. Desde luego nunca le perdonaría a Manolo aquella terrible ofensa.

Mientras, en Barcelona, en el Hostal de la calle Portaferrissa, su cuñada Tina seguía recibiendo a todos sus huéspedes asomando siempre su blanca cabeza por el saloncito reservado (Ver: Tina).

Tina

Hacía algún tiempo que Tina había dejado entrar en casa a Tomás, de modo que cuando las tardes venían frías ambos se quedaban en el hostal con la vieja Keta. Tina aprovechaba entonces para hablar más que nunca, mientras Tomás miraba impasible por la ventana.

Como ya sabemos, el hermano de Tina, Paco el cabecita hostia, estaba pegando barrigazos por las playas de Cartagena en unas maniobras conjuntas Tierra-Mar desde hacía casi dos meses. Pasado ese tiempo, recibió un mísero permiso de tres días, y estuvo pensando entre visitar a Marta en Zaragoza, o desplazarse hasta Barcelona y quedarse en el hostal de su hermana Tina. El viaje a Zaragoza era largo; había que llegar hasta Madrid. En cambio, hasta la ciudad condal podía viajar en una camioneta destartalada que diariamente hacía el servicio Valencia-Barcelona por la costa. Además, en la capital catalana tenía una vieja amiguita de muy buen ver, morenita y delgada, como a él le gustaban. Se decidió por visitar a su hermana.

Desembarco en Cartagena

Tina no esperaba visita alguna de su hermano, de modo que cuando la camioneta de Valencia dejó a Paco en Las Ramblas, ya de noche, ella se encontraba bebiendo un poco de anís con su amigo Tomás, y así los encontró Paco en el saloncito privado del Hostal. Era la primera vez que veía al enorme vasco.

El saludo entre ambos hombres fue tenso y desafiante. Ambos deseaban que aquel encuentro no se hubiera producido. O al menos no en esa circunstancia. Pasadas las primeras tensiones, Tomás esbozó una excusa sin molestarse siquiera en que resultara creíble, y se marchó. Paco aprovechó la ocasión para hablar con su hermana:

- ¿No te da vergüenza? Tienes cuarenta y dos años, Tina, ¿y ahora andas con hombres?
- ¿Qué quieres? - preguntó entre sollozos Tina. – Tú tienes a tu mujer y a tu hijo. Yo no tengo nada. ¿Quieres que me pase el resto de mi vida pudriéndome sola en este caserón?


Capítulo 9. Escenas familiares

Cada vez que Paco Cabecita Hostia volvía de unas maniobras, a Marta le caía una verdadera montaña de trabajo: lavar, repasar y zurcir todos los uniformes de su marido, limpiar zapatos, abrillantar chapa. Ella también cumplía con su servicio militar, aunque en la retaguardia.

En aquellos momentos, agachada sobre la pila rebosante de agua hirviendo y ropa sucia, pensaba que su vida era un fracaso. Tenía una familia, un hijo, sí, pero hacía mucho que ya no quería a su marido. Y sabía que él también había dejado de quererla. Veía su vida reducida a criar a su hijo, cuidar de su madre y aguantar a Paco. Para ella, eso no era suficiente.

El bloque de pisos de Marta, feo de cojones

Al llegar de las maniobras Paco le había hablado de su estancia en Barcelona, en el hostal de Tina. Por supuesto, no comentó nada de la aventura con su vieja amiga, pero sí lo del encuentro con Tomas (ver: El Hostal de Tina). Marta se acordaba muchas veces de su cuñada, y siempre lo hacía con cierta envidia. Ahora la imaginaba al lado de aquel vasco grande y rudo, y sus fantasías románticas echaban a volar por toda la estancia, mezcladas con el vapor ascendente del agua hirviendo.

A su manera, Marta consideraba a Tina como una triunfadora: libre, independiente, capaz. Comparándose con ella, se veía a sí misma como un mero objeto sexual en manos de su marido. Y no le gustaba.






Capítulo 10. Encuentro inesperado

A la vuelta de un viaje a Cracovia (Polonia) con motivo de sus Bodas de Oro, don Alberto Sigues y doña Encarnación Jiménez, de 76 y 74 años respectivamente, naturales de Zaragoza, declararon que habían visto a un paisano deambulando por el centro de la bella localidad polaca, “como un vagabundo”, afirmaron.

El testimonio no es baladí, porque pensamos que podría tratarse de don Manuel González Carlos, conocido por todos como Manolo el de la cantina, desaparecido desde hace tres años. La familia del antes mencionado denunció su desaparición tras pasar unas breves vacaciones en el Pirineo Aragonés (ver Der Untergang).

Es posible que este hombre sea Manolo el de la cantina


TESTIMONIO DE DÑA. ENCARNACIÓN JIMÉNEZ:

Mi marido y yo celebramos este año las Bodas de Oro, y junto con otros cuatro matrimonios, todos de Zaragoza, de la parroquia de San Miguel, decidimos hacer un viaje a Cracovia para ver la ciudad del Papa Juan Pablo II.

La mañana siguiente de haber llegado a Cracovia, estábamos haciendo turismo viendo monumentos por el centro de la ciudad, cuando me encontré a este hombre, que yo creo que es el muchacho que tenía la cantina de la Academia Militar. Yo le conozco porque conocí a su padre, que también trabajaba hace ya muchos años en la cantina de la Academia. Y entonces a mí me pareció que era él, y se lo dije a mi marido: mira, Alberto, ¿el muchacho ese no es el hijo de Manuel el que tenía la cantina de la Academia Militar?, le dije yo. Pero claro, como mi marido de lejos no ve, pues decía que no lo sabía, pero yo sí estoy segura de que era él.


TESTIMONIO DE D. ALBERTO SIGUES:

Nosotros paseábamos por el centro de Cracovia cuando mi mujer dijo que le había parecido ver a un hombre de Zaragoza, un tal Manolo, que ella conocía a la familia y tal. Me pidió que le hiciera una foto, y yo la hice. Pero la verdad es que yo a este hombre no lo conozco de nada porque yo nunca he tenido tratos con la Academia allí en Zaragoza, de modo que no le puedo decir nada más.



Capítulo 11. Helpless


Puede que éste sea nuestro hombre.


Ahora observo la foto con detenimiento. No parece sentir temor. No trata de esconderse. Este hombre es como un filósofo errante que sólo huye de sí mismo.


Como un animal salvaje preparado para volver a su madriguera al más mínimo atisbo de peligro.


O como un cazador deseando ser cazado.

(Foto © Iñaki Arsíe)